La entrevista fue
realizada por George Sylvester Viereck.
“Setenta años me han enseñado a aceptar la vida con
alegre humildad”, comenzó diciendo el profesor Sigmund Freud.
La escena en que tuvo lugar nuestra conversación fue su casa de verano en el Semmering, una zona montañosa de los Alpes austríacos donde le agrada reunirse a la Viena elegante.
Desde el momento en que una afección maligna de la mandíbula superior hizo
necesaria una operación, Freud usa una ortopedia mecánica para facilitarle el
lenguaje.
“Detesto mi mandíbula mecánica porque la lucha con el mecanismo me consume
tanta preciosa energía. Sin embargo, prefiero una mandíbula mecánica a no tener
ninguna. Todavía prefiero la existencia a la extinción.
“Quizá los dioses son bondadosos con nosotros”,
siguió diciendo el padre del psicoanálisis, “al hacernos la vida cada vez más
desagradable a medida que envejecemos. Al final, la muerte parece menos
intolerable que las múltiples cargas que arrastramos”.
Freud rehúsa admitir que el destino se haya
ensañado con él con especial malicia.
“¿Por qué – dijo tranquilamente – debería
esperar algún favor especial? La vejez, con sus manifiestas incomodidades, nos
llega a todos. Golpea a un hombre aquí y a otro allá. Sus golpes siempre se
descargan en un lugar vital y la victoria final pertenece inevitablemente al
Gusano Conquistador.
¡Todas las luces se apagan!
Y sobre cada forma temblorosa
La cortina, como un palio mortuorio,
Cae con el ímpetu de una tormenta,
Y los ángeles, pálidos y macilentos,
Sublevados, descorren el velo, y afirman
Que la representación es la tragedia del “Hombre”,
Y su héroe el Gusano Conquistador.
No me rebelo contra el orden universal. Después de todo – continuó el maestro
indagador del cerebro humano – he vivido más de setenta años. Tuve suficiente
para comer, gocé de muchas cosas: la camaradería de mi mujer, mis hijos, las
puestas de sol. Observé crecer las plantas en primavera. De vez en cuando
disfruté de estrechar una mano amiga. Una vez o dos encontré un ser humano que
casi me comprendió. ¿Qué más puedo pedir?”
Yo le dije: Usted ha tenido fama. Su trabajo afecta a la literatura de toda la
tierra. Por su causa, el hombre mira a la vida y a sí misino con ojos
diferentes. Y recientemente, en su septuagésimo aniversario, el mundo se unió
para homenajearlo ¡con la excepción de su propia universidad!
“Si la Universidad de Viena me hubiera reconocido sólo me habría puesto en un
aprieto. No hay razón para que ellos decidieran aceptarme a mí o a mi doctrina
porque tengo setenta años. No le concedo ninguna importancia especial a los
decimales”.
“La fama nos llega sólo después de muertos y, francamente, lo que venga después
de mi muerte no me concierne. No aspiro a la gloria póstuma. Mi modestia no es
una virtud”.
¿No le significa nada saber que su nombre sobrevivirá?
“No me parece tan seguro, pero aun en el caso de que ocurriera, no me significa
nada en absoluto. Estoy mucho más interesado en el destino de mis hijos. Espero
que su vida no sea tan dura. No puedo hacérsela más fácil porque la guerra
prácticamente agotó mi modesta fortuna, los ahorros de toda una vida. Sin
embargo, afortunadamente, la edad no es aún una carga demasiado pesada.
¡Todavía puedo con ella! Mi trabajo me sigue dando placer”.
Recorríamos de arriba abajo un pequeño sendero en el escarpado jardín de la
casa. Freud con sus sensitivas manos acarició tiernamente un arbusto en flor.
“Estoy mucho más interesado en este capullo – dijo – que en nada de lo que
pueda sucederme después que muera”
¿Entonces usted es en realidad un profundo pesimista?
“No lo soy, no permito que ninguna reflexión filosófica estropee mi disfrute de
las cosas simples de la vida”
¿Cree en alguna forma de persistencia de la personalidad después de la muerte?
“No he pensado nada sobre eso. Todo lo que vive, perece. ¿Por qué debería yo
sobrevivir?”
¿Le gustaría volver de alguna forma, reintegrarse desde el polvo? En otras
palabras, ¿no desea la inmortalidad?
“Francamente, no. Si uno reconoce los motivos egoístas que subyacen a toda
conducta humana, no tiene el más leve deseo de retornar. La vida, moviéndose en
círculo, podría volver a ser la misma.
Por otra parte, incluso si la eterna recurrencia de las cosas, para usar la
frase de Nietzsche, volviera a reinvestirnos con nuestras vestiduras carnales,
¿de qué beneficio podría sernos esto, sin memoria? No habría enlace entre el
pasado y el futuro.
Por lo que a mí concierne, estoy perfectamente contento de saber que el eterno
fastidio de vivir terminará algún día. Nuestra vida es necesariamente una serie
de compromisos, una interminable lucha entre el yo y su entorno. El deseo de
prolongar la vida indebidamente me parece absurdo.”
¿Desaprueba los intentos de su colega Steinach de extender el ciclo de la
existencia humana?
“Steinach no hace intentos de prolongar la vida, meramente combate la vejez.
Estimulando el reservorio de energía dentro de nuestros cuerpos, ayuda al
tejido a resistir la enfermedad. La operación de Steinach a veces detiene
accidentes biológicos infortunados como el cáncer, en sus estadios tempranos.
Hace la vida más vivible, pero eso no significa que haga que valga más la pena
vivirla.”
No hay razón por la que deseáramos vivir más tiempo. Pero hay muchas razones
para desear vivir con la menor cantidad posible de incomodidades.
“Soy tolerablemente feliz porque estoy agradecido por la ausencia de dolor y
por los pequeños placeres de la vida, por mis hijos y por mis flores”.
Bernard Shaw afirma que nuestra vida es demasiado corta. Piensa que el hombre
puede, si lo desea alargar la duración de la vida humana haciendo jugar su
voluntad sobre las fuerzas de la evolución. Piensa que la humanidad puede
recobrar la longevidad de los patriarcas.
“Es posible – replicó Freud – que la muerte misma pueda no ser una necesidad
biológica. Quizá morimos porque queremos morir. Incluso del mismo modo que el
odio y el amor por la misma persona habitan en nuestro interior al mismo
tiempo, la vida combina, con el deseo de mantenerse, un ambivalente deseo de su
propia aniquilación.
Igual que una banda de goma extensible tiene la tendencia a volver a asumir su
forma original, toda materia viva, conciente o inconcientemente, anhela
recobrar la completa y absoluta inercia de la existencia inorgánica. El deseo
de vida y el deseo de muerte conviven lado a lado dentro de nosotros.
La Muerte es la compañera del Amor. Juntos gobiernan el mundo. Este es el
mensaje de mi libro Más allá del principio del placer.”
En el comienzo el psicoanálisis dio por sentado que el Amor era lo más
importante. Hoy sabemos que la Muerte es igualmente importante.
“Biológicamente, cada ser viviente, no importa cuán intensamente bulla la vida
dentro de él, anhela el Nirvana, anhela el cese de la ‘fiebre llamada vida’,
anhela retornar al seno de Abraham. El deseo puede ser disfrazado por
circunloquios variados. Sin embargo, ¡el último objeto de la vida es su propia
extinción!”.
Eso, exclamé, es la filosofía de la autodestrucción. Justifica el
autosacrificio. Lógicamente conduciría al mundo al autosuicidio previsto
previsto por Eduard von Hartmann.
“La humanidad no elige el suicidio porque la ley de su ser aborrece el camino
directo hacia su objetivo. La vida debe completar su ciclo de existencia. En
todo ser normal, el deseo de vida es suficientemente fuerte para
contrabalancear el deseo de muerte, aunque en el final el deseo de muerte
pruebe ser más fuerte.
Nos ilusionamos con la idea de que podemos vencer a la Muerte a voluntad. Lo
cual quizá sería posible si no fuera porque tiene un aliado en nuestro propio
interior.
En ese sentido – agregó Freud con una sonrisa – estamos justificados en decir
que toda muerte es un suicidio disfrazado.”
Empezó a hacer frío en el jardín. Continuamos nuestra conversación en el
estudio. Observé sobre el escritorio de Freud una pila de manuscritos con su
prolija escritura.
¿Sobre qué está trabajando?, le pregunté.
“Estoy escribiendo una defensa del análisis profano, el psicoanálisis
practicado por profanos. Los doctores quieren declarar ilegal todo análisis que
no sea hecho por médicos recibidos. La historia, el viejo plagiador, se repite
siempre igual después de cada descubrimiento. Los doctores luchan al comienzo
para que no se imponga una nueva verdad. Después, tratan de monopolizarla”.
¿Tuvo usted mucho apoyo del campo profano?
“Algunos de mis mejores alumnos son legos”
¿Sigue practicando intensamente el psicoanálisis?
“Ciertamente. En este mismo momento estoy trabajando sobre un caso difícil,
desenmarañando los conflictos psíquicos de un interesante nuevo paciente”.
Mi hija también es psicoanalista, como usted ve…”
En ese momento la Srta. Anna Freud apareció seguida por su paciente, un
muchacho de once años, inequívocamente anglosajón por sus rasgos. El chico
parecía perfectamente feliz, completamente inconsciente de un conflicto o
alteración en su personalidad.
¿Alguna vez, le pregunté al Profesor Freud, se analizó usted mismo?
“Naturalmente. El psicoanalista debe constantemente analizarse a sí mismo.
Analizándonos estamos más capacitados para analizar a otros”.
“El psicoanalista es como el chivo expiatorio de los hebreos. Otros cargan sus
pecados sobre él. Debe ejercitar su arte hasta el límite para deshacerse de la
pesada carga depositada sobre él.”
Siempre tengo la impresión, observé, de que el psicoanálisis induce en todos
aquellos que lo practican el espíritu de la caridad cristiana. No hay nada en
la vida humana que el psicoanálisis no pueda hacernos comprender. “Tout
comprendre c’est tout perdonner” “Comprender todo es perdonar todo”.
“Al contrario – tronó Freud mientras sus rasgos asumían la orgullosa severidad
de un profeta hebreo – comprender todo no es perdonarlo todo. El psicoanálisis
nos enseña no sólo lo que podemos soportar sino también lo que debemos evitar.
Nos dice qué es lo que debe ser exterminado. La tolerancia del mal no es de
ningún modo un corolario del conocimiento.”
Repentinamente comprendí por qué Freud había luchado tan amargamente contra
aquellos de sus seguidores que habían desertado de él, por qué no pudo
perdonarles su alejamiento del camino recto del psicoanálisis ortodoxo. Su
sentido de la rectitud es la herencia de sus antecesores. Una herencia de la
que él está orgulloso, tan orgulloso como de su raza.
“Mi lengua es el alemán, me explicó. Mi cultura y mi formación son alemanas. Me
consideraba a mí mismo intelectualmente un alemán, hasta que me di cuenta del
incremento del perjuicio antisemítico en Alemania y en la Austria alemana.
Desde ese momento, ya no me considero más alemán. Prefiero considerarme judío.”
De algún modo esta observación me desilusionó.
Me parecía que el espíritu de Freud debía morar en las alturas, más allá de
cualquier prejuicio de raza, que no debía ser manchado por ninguna clase de
rencor. Sin embargo, su genuina indignación, su honesta cólera me lo hizo más
atractivamente humano.
¡Aquiles sería intolerable si no fuera por su talón!
Me agrada, Sr. profesor, observé, que usted también tenga sus complejos, que
también usted traicione su mortalidad.
“Nuestros complejos – replicó Freud – son la fuente de nuestra debilidad, pero
también a menudo son la fuente de nuestra fuerza.”
Me pregunto, observé, ¡qué clase de complejos tengo!
“Un análisis serio – replicó Freud – toma al menos un año. Puede incluso llevar
dos o tres. Usted está dedicando muchos años de su vida a la caza del león. Ha
buscado, año tras año, las figuras descollantes de su generación,
invariablemente hombres mayores que usted. Roosevelt, el Kaiser, Hindenburg,
Briand, Foch, Joffre, George Brandes, Gerhart Hauptmann y George Bernard Shaw…”
Es parte de mi trabajo.
“Pero es también su preferencia. El gran hombre es un símbolo. Su búsqueda es
la búsqueda de su corazón. Usted está buscando el gran hombre que tome el lugar
del padre. Es parte de su complejo paterno.”
Vehementemente negué la aseveración de Freud. Sin embargo, reflexionando, me
pareció que podría haber una verdad, no sospechada por mí, en su sugerencia
casual. Podía ser el mismo impulso que me llevaba hacia él.
“En su Judío errante, agregó, usted extiende su búsqueda hacia el pasado.
Siempre es el mismo Cazador de Hombres.”
Desearía, observé después de un momento, poder permanecer aquí suficiente
tiempo para echar un vistazo a mi corazón a través de sus ojos.
¡Quizá, como la Medusa, moriría de terror enfrentando a mi propia imagen! Pero
sé mucho de psicoanálisis, y temo que me anticiparía o trataría de anticiparme
a sus interpretaciones.
“La inteligencia en un paciente – replicó Freud – no es una desventaja. Por el
contrario, a veces facilita la tarea.”
En este punto, el maestro del psicoanálisis difiere de muchos de sus adherentes
que rechazan cualquier autointerpretación del paciente en tratamiento.
La mayoría de los psicoanalistas emplea el método freudiano de la “libre
asociación”. Estimula al paciente a decir todo lo que le venga a la mente, no
importa cuán estúpido, obsceno, inoportuno o irrelevante pueda parecer.
Siguiendo huellas aparentemente insignificantes, puede rastrear hasta su
guarida a los dragones psíquicos que lo rondan. Le disgusta que el paciente
desee cooperar activamente, porque temen que una vez que la dirección de la
búsqueda comience a quedar clara para él, sus deseos y resistencias luchando
inconscientemente para preservar sus secretos puedan lograr despistar al
cazador psíquico y hacerle perder el rastro. También Freud reconoce este
peligro.
A veces me pregunto, dije cuestionadoramente, si no seríamos más felices
sabiendo menos de los procesos que forman nuestros pensamientos y emociones. El
psicoanálisis le sustrae a la vida todo encanto cuando conduce cada sentimiento
a su original claustro de complejos. No nos hemos vuelto más felices descubriendo
que todos albergamos en nuestros corazones al salvaje, al criminal y a la
bestia.
“¿Cuál es su objeción a las bestias? replicó Freud, prefiero infinitamente más
la sociedad de los animales que la sociedad humana.”
¿Por qué?
“Porque son mucho más simples. No sufren de una personalidad dividida ni de la
desintegración del yo, que resulta de los intentos del hombre de adaptarse a
pautas de la civilización demasiado altas para su mecanismo intelectual y
psíquico.
El salvaje, como la bestia, es cruel, pero carece de la mezquindad del hombre
civilizado. La mezquindad es la revancha del hombre sobre la sociedad por las
restricciones que ésta le impone. Esta necesidad de venganza anima al
reformador profesional y al buscavida. El salvaje le puede cortar la cabeza, se
lo puede comer, lo puede torturar, pero le ahorrará los continuos pequeños
aguijoneos que a menudo vuelven casi intolerable la vida en una comunidad
civilizada.
Los más desagradables hábitos e idiosincrasias del hombre, sus mentiras, su
cobardía, su falta de reverencia, son engendrados por su incompleta adaptación
a una civilización determinada. Es el resultado de los conflictos entre
nuestros instintos y nuestra cultura.
¡Cuánto más agradables son las simples, directas e intensas emociones de un
perro, moviendo la cola o ladrando su displacer! Las emociones del perro –
agregó Freud pensativamente – nos recuerdan a algunos de los héroes de la
antigüedad. Quizás ésa es la razón por la que inconscientemente le damos a
nuestros canes los nombres de los héroes antiguos, tales como Aquiles y
Héctor.”
Mi propio perro, interrumpí, se llama Ajax.
Freud sonrió.
Estoy contento, agregué, de que no pueda leer. ¡Sería un miembro menos deseable
en la casa si pudiera gruñir sus opiniones sobre los traumas psíquicos y el
complejo de Edipo!
Incluso usted, profesor, encuentra la existencia demasiado compleja. Sin
embargo, me parece que usted mismo es parcialmente responsable por las
complejidades de la civilización moderna. Antes de que inventara el
psicoanálisis no sabíamos que nuestra personalidad estaba dominada por una
beligerante hueste de complejos altamente objetables. ¡El psicoanálisis ha
hecho de la vida un complicado rompecabezas!
“De ningún modo -replicó Freud-, el psicoanálisis simplifica la vida. Adquirimos
una nueva síntesis después del análisis. El psicoanálisis reorganiza el
laberinto de impulsos extraviados y trata de volver a enrollarlos al carrete al
que pertenecen. O, para cambiar la metáfora, provee el hilo que conduce a un
hombre fuera del laberinto de su propio inconsciente.”
Superficialmente parece, sin embargo, que la vida humana no tendría por qué ser
tan compleja. Y cada día alguna nueva idea propuesta por usted o por alguno de
sus discípulos vuelve el problema de la conducta humana más complejo y más
contradictorio.
“Por lo menos el psicoanálisis nunca le cierra la puerta a una nueva verdad”
Algunos de sus discípulos, más ortodoxos que usted, quedan adheridos a cada
pronunciamiento que emana de usted.
“La vida cambia y el psicoanálisis también cambia, observó Freud, estamos sólo
en los comienzos de una nueva ciencia.”
Me da la impresión de que la estructura científica que usted ha erigido es muy
elaborada. Sus principios, la teoría del desplazamiento, de la sexualidad
infantil y de la simbología del sueño, parecen ser fantásticamente permanentes.
“Sin embargo, le repito, estamos solo al comienzo. Yo soy únicamente un
iniciador. Tuve éxito en sacar a la superficie monumentos enterrados en el
sustrato de la mente. Pero donde yo he descubierto unos pocos templos, otros
pueden descubrir un continente.”
¿Todavía pone el énfasis más importante en el sexo?
“Le replico con las palabras del gran poeta Walt Whitman: ‘Careceríamos de
todo, si careciéramos de sexo’. De todos modos, le acabo de explicar que hoy le
doy casi la misma importancia a lo que está ‘más allá’ del placer: la muerte,
la negación de la vida. Este deseo explica por qué algunos hombres aman el
dolor ¡como un paso hacia la aniquilación! Explica por qué todos los hombres
buscan el descanso, por qué el poeta agradece que
Cualesquiera que sean los dioses,
que la vida no dure eternamente
que los muertos no resuciten nunca,
y que incluso el río más fatigado
pueda, ondulando, llegar finalmente al mar”.
Shaw, como usted, no desea vivir para siempre, pero al revés que usted,
considera el sexo poco interesante.
“Shaw – replicó Freud sonriendo – no comprende el sexo. No tiene la más remota
concepción del amor. No hay una verdadera relación amorosa en ninguna de sus
obras. Toma en broma la pasión amorosa del César, quizá la pasión más grande de
la historia. Deliberadamente, por no decir maliciosamente, despoja a Cleopatra
de toda grandeza y la degrada en la imagen de una mujer insignificante y
frívola.
La razón de la extraña actitud de Shaw hacia el amor, y de su negación del
motivo primordial de todos los asuntos humanos, lo cual priva a sus obras de
atractivo universal, a pesar de su enorme interés intelectual, es inherente a
su psicología. En uno de sus prefacios, Shaw mismo enfatiza la vena ascética de
su temperamento.
Pude haber cometido muchos errores, pero estoy completamente seguro de que no
me equivoqué cuando enfaticé la importancia del instinto sexual. Es porque es
tan fuerte que el instinto sexual choca más frecuentemente con las convenciones
y las salvaguardas de la civilización. La humanidad, en su propia autodefensa,
busca negar su suprema importancia.
El proverbio dice que si usted rasca al ruso, por debajo aparece el tártaro.
Analice cualquier emoción humana, no importa cuán lejos pueda aparentemente
estar de la esfera sexual, y esté seguro de que descubrirá en alguna parte el
instinto primal al que la vida debe su perpetuación.”
Verdaderamente usted ha tenido éxito en imprimir este punto de vista en todos
los nuevos escritos. El psicoanálisis le ha dado nuevas energías a la
literatura.
“También ha recibido mucho del a literatura y de la filosofía. Nietzsche fue
uno de los primeros psicoanalistas. Es sorprendente hasta dónde su intuición
anticipó nuestros descubrimientos. Nadie ha reconocido más profundamente los
motivos duales de la conducta humana, y la insistencia del principio del placer
sobre su interminable vaivén. Su Zaratustra dice:
Dice la pena: ¡Vete!
En cambio, el placer solicita eternidad,
¡Solicita inextinguida, oh, profunda eternidad!”
El psicoanálisis puede ser menos ampliamente discutido en Austria y Alemania
que en los Estados Unidos, pero su influencia en la literatura es, sin embargo,
inmensa.
“Thomas Mann y Hugo von Hofmansthal nos deben mucho. Schnitzler siguió
extensamente en paralelo mi propio descubrimiento. Expresa poéticamente mucho
de lo que yo intento transmitir científicamente, pero ocurre que el Dr.
Schnitzler es no sólo un poeta sino también un científico”.
Usted, repliqué, no es sólo un científico sino también un poeta. La literatura
americana, seguí diciendo, se ha elevado con el psicoanálisis. Rupert Hughes,
Harvey O`Higgins y otros se han hecho sus intérpretes. Es casi imposible abrir
una nueva novela sin encontrar alguna referencia al psicoanálisis. Entre los dramaturgos
Eugene O`Neill y Sydney Howard están profundamente en deuda con usted. El
cordón de plata es meramente una dramatización del complejo de Edipo.
“Lo sé – replicó Freud – y aprecio el cumplido, pero tengo miedo de mi propia
popularidad en los Estados Unidos. El interés americano en el psicoanálisis no
es muy profundo. La extensiva popularización conduce a una aceptación
superficial sin una investigación seria. La gente meramente repite las frases
que aprende en el teatro o en la prensa. ¡Imaginan que comprenden el
psicoanálisis porque parlotean como cotorras! Prefiero el estudio más intenso
del psicoanálisis en los centros europeos.
América fue el primer país en reconocerme oficialmente. La Universidad de Clark
me concedió un grado honorario cuando todavía sufría el ostracismo en Europa.
No obstante, América ha hecho pocas contribuciones originales al estudio del
psicoanálisis.
Los americanos son inteligentes generalizadores, pero raramente son pensadores
creativos. Sin embargo, el trust médico tanto en los Estados Unidos como en
Austria, intenta apoderarse del campo. Pero dejar el psicoanálisis sólo en
manos de los doctores podría ser fatal para su desarrollo. Una educación médica
es a menudo tanto una desventaja como una ventaja para un psicoanalista. Es una
desventaja si algunas convenciones científicas aceptadas se incrustan muy
profundamente en la mente del estudiante”.
¡Freud debe decir la verdad a cualquier costo! No puede forzarse a halagar a
América donde tiene la mayoría de sus admiradores. No puede aún a los setenta
prestarse a ofrecer la paz a la profesión médica, la cual incluso en la
actualidad lo acepta de mala gana.
A pesar de su intransigente integridad, Freud es el alma de la urbanidad.
Escucha pacientemente cada sugerencia, no intentando nunca crear en su
entrevistador alguna forma de temor reverencial. ¡Raro es el huésped que deja
su presencia sin algún regalo o alguna muestra de hospitalidad!
La noche había caído.
Para mí ya era tiempo de tomar el tren de vuelta a la ciudad que una vez
albergó el esplendor imperial de los Habsburgo.
Freud, acompañado por su mujer y su hija, trepó, para despedirme, los escalones
que conducían desde su refugio de la montaña a la calle. Me pareció gris y
triste mientras levantaba la mano como despedida.
“No me haga aparecer como un pesimista, remarcó después del último apretón de
manos, yo no desdeño al mundo, ¡expresar desprecio por el mundo es sólo otro
modo de cortejarlo, de ganar audiencia y aplausos!”
“No, no soy un pesimista, ¡no mientras tenga a mis hijos, a mi mujer y a mis
flores!
“Afortunadamente – a agregó sonriendo – las flores no tienen ni carácter ni
complejidades. Amo mis flores. Y no soy infeliz, al menos no más infeliz que
los otros.”
Fuente: The Penguin Book of Interviews. An Anthology from 1859 to the present
days, Unidres, Ed. C. Silvesier, 1994.
Traducción del inglés: Beatriz Castillo para la revista
“Conjetural”.

Comentarios
Publicar un comentario