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Actualidad y singularidad.






Por Luciano Salinas.

Los sujetos de una sociedad pertenecen no solo a la cultura inherente al medio que habitan, sino también a otra variable: el tiempo de su época.  En vías de explorar los padecimientos, podemos agregar que en cada momento de la historia de occidente han sido los sujetos actuantes (sujetos políticos decimos con Aristóteles, aquellos pertenecientes a la polis/la ciudad)  los que han señalado los malestares en la cultura.

La vida social, la conducta de pertenecer y hacer-para pertenecer a una sociedad, implica obligaciones que muchas veces producen efectos sobre el estado anímico de las personas. Comodidades enmarcadas en exigencias que pueden ser difíciles de soportar.

En la época victoriana, las prohibiciones a disfrutar de los placeres de la vida resultaban una suerte de dogma, de represión, aquella que Freud supo entender mientras leía a la letra los acontecimientos de su tiempo a través de los decires de sus pacientes.

Hoy día, en nuestra actualidad, parece que los slogans del discurso capitalista invitan a lo opuesto de la prohibición. Apuntan a disfrutar y a “disfrutar ya”, de forma inmediata; a vivir de manera plena, que no implica necesariamente vivir mejor. Porque lo que esconde el discurso capitalista es que el sujeto no es el que consume, sino que el propio sistema consume al sujeto, pues el poder está puesto en el capital y no en los integrantes activos de las sociedades que conforman el mundo globalizado, y ello trae aparejado efectos que impactan en la psiquis y en el cuerpo de cada uno de los actuantes.

Vivir subsumido en el discurso del consumo nos lleva –muchas veces sin saberlo– a desarrollar actitudes, formas de relacionarnos, costumbres y hábitos poco saludables. Estas son acciones que dan paso al surgimiento de un malestar, padecimientos de nuestra época tales como: el stress, los miedos, el aislamiento, el pánico y la angustia. Una persona puede habitar durante mucho tiempo esas manifestaciones que empobrecen su vida cotidiana y el vínculo con los demás, conduciendo a ciclos de repetición que parecen sostener un circuito interminable.

No es casual que el bucle repetitivo del padecer sea característico de nuestros días, pues el discurso del consumo lleva a ello. Por tomar un ejemplo, es conocida la expresión que reza: “Usa tu auto nuevo para ir al trabajo; realiza bien tu trabajo para poder pagar tu auto nuevo”. La lógica del consumo parece darle brillo a algunos objetos del mercado (un auto pongamos por caso) para que persigamos la meta de ir por él. Lo que no se advierte es que ningún objeto material tiene mayor valor que otro en tanto hablemos de nuestros afectos.   

Los integrantes de las sociedades modernas se sienten librados a su suerte, lo que puede sonar equivalente a estar sujetos a su desdicha. La suerte convoca a una lectura de sujeto como mero efecto de los hechos que ocurren a su alrededor, que parece arrebatarle toda capacidad de decidir por si mismo.

El filósofo Slavoj Zizek ha destacado que el peligro de habitar el discurso del consumo (el del capital, de la imagen y los éxitos inmediatos) radica en que es el mismo sistema quien adoctrina nuestros propios deseos. En otras palabras: nos enseñan qué es deseable y qué no lo es. Pero como sujetos capaces de decidir sobre nuestros actos no podemos dejar de lado nuestra responsabilidad. ¿Por qué aceptamos esas reglas del juego? Quizá porque lo que promete este discurso, que exploramos al pasar, es un mayor confort para la vida, aunque –como decíamos más arriba– de forma engañosa ya que surgen mandatos a modo de obligaciones que corroen nuestras preferencias. Obligaciones tales como: ser más bello, más esbelto, más exitoso. Obligaciones que producen el entrecruzamiento entre felicidad y dinero, –decíamos el poder está en el capital– retirando el protagonismo de los sujetos capaces de decidir por ellos mismos.

Hablamos hasta aquí de las sociedades occidentales, pero la lógica discursiva del consumo también ha impactado en comunidades de Oriente. Japón es el escenario de un nuevo paradigma del padecer que atañe exclusivamente a los adolescentes, en especial a aquellos de las ciudades populosas como Tokio. El  Hikikomori es el término que señala un comportamiento de aislamiento radical que los jóvenes adoptan ante las exigencias impuestas. Se recluyen en sus habitaciones y abandonan todo lazo social, desde sus estudios en las escuelas y universidades, como así también la interacción cotidiana con sus familiares; estos últimos sostienen el aislamiento y solo entran en contacto con el joven aislado para suministrarle alimentos. Dicho fenómeno gana estatuto, al parecer, solo en Japón,  y es ejemplo de los efectos de fragmentación que recaen sobre las instituciones. Efectos generados por las exigencias, obligaciones y mandatos de un discurso que consume a los sujetos.  

Tal vez no se trate de la caída de los ideales o el fin de la historia como postulaba Fukuyama, sino más bien de la fragmentación de los ideales tal como lo explica en su obra la psicoanalista Colette Soler, puesto que se trata de satisfacciones parciales reducidas a pequeñas partes inconexas que alteran la vida de las instituciones clásicas como la familia o las escuelas, por estar adoctrinadas en deseos globales, deseos del “dinerofelicidad”.

Lo que nos interesa de ello, en este apartado, es que esas modalidades del discurso moderno (o postmoderno como lo señalan autores tales como Giles Lipovezky) provocan los malestares de nuestra cultura, que hacen ingresar a los sujetos en estados de angustia o soledad. 

Es habitual escuchar en la actualidad la expresión “estado de crisis”. Muchas personas consultan diciendo que se encuentran en un período de crisis del cual no saben cómo salir, y lo cierto es que hay salida. En ocasiones a través de un trabajo terapéutico que no exige las urgencias de resultados inmediatos, que habilita a darse el tiempo para hablar y escucharse; para pesquisar aquello que provoca malestar, encontrando los fundamentos por los que se puede renunciar a ese período de fragilidad emocional.

Dice José Ferrater Mora en su obra filosófica “Hay crisis cuando el cambio es brusco e imprevisible. En general, al comienzo no puede valorarse una crisis positiva ni negativamente, ya que ofrece por igual posibilidades de bien y de mal. Tiene un carácter súbito y es lo contrario de permanencia y estabilidad. La crisis abre un abismo entre un pasado que ya no se considera vigente y un futuro incierto”

Toda crisis implica un cuestionamiento de aquello que resultaba estable.  Cuestionarse puede ser el primer paso para obtener cambios y mejores resultados, pero no los resultados que persigue el discurso del consumo, sino esos singulares de cada uno. Las crisis pueden ser sancionadas como oportunidad de mejorar, pero debe estar presente allí la responsabilidad de cada sujeto para hacerse cargo de sus propios alcances y limitaciones.

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